1 de junio de 2010

Cuando desaparece el resto...

Mis disculpas por haber ejercido mi derecho al retiro, a la abstinencia de escribir sobre mi amada, e intensamente odiada, soledad; pero he vuelto, irremediablemente, para continuar con mi labor. Y es momento de analizar la parte oscura del susodicho fenómeno: la soledad negativa, o "impuesta". Absolutamente todo ser humano ha sentido en alguna ocasión eso que se produce cuando el plano queda vacío, cuando solo se puede hablar con uno mismo, cuando las cosas pierden el sentido porque el otro no está; pero muy pocos se preguntaron alguna vez si no sería posible que esa fuese una de sus innatas condiciones. He de decir que cada vez más a menudo estoy más convencido de que hay personas que, para bien o para mal, han desarrollado una especie de inmunidad ante este mal tan común en nuestro planeta superpoblado, lo cual resulta paradógico; pero lo realmente curioso de estos individuos es que no han alcanzado dicha capacidad por propia voluntad, no escogieron su soledad, sino que en la gran mayoría de los casos les fue impuesta. Ya no la temen, ya no la sufren, pero en su día los destrozó hasta más allá de su propio límite; ya se sabe: "lo que no te mata, te hace más fuerte". Son insensibles a la presencia de la gente, al igual que a la ausencia de la misma,  algunos ni siquiera articulan palabra alguna, otros apenas notarán el menor contacto si te tropiezas con ellos en la acera. Podriamos llamarlo el "síndrome del vagabundo", aunque también me atrevería a decir que es el "antídoto corrosivo". Si os parais a pensarlo, por un momento, descubrireis que hay muchas formas de alcanzar tal estado de pasividad, a veces por la via de la marginación, de ahí el curioso nombre propuesto, pero en ocasiones también gracias a una suprema satisfacción con la vida, pues cuando crees haber llegado al punto en que se acaban las pretensiones y los proyectos, la soledad siempre suele tomarse como un merecido premio. Y es que estoy seguro de que cuando desaparece el resto, cuando realmente nos vemos solos, sin capacidad alguna, o necesidad alguna, de relacionarnos, alcanzamos el más profundo estado de conciencia de nosotros mismos. ¿Quién necesita nombres? ¿U opiniones? ¿Quién necesita gente si no queda sitio para ningun tipo de juicio acerca de uno mismo? Y por último, pero no menos importante, ¿quién necesita gente si no vemos personas entre los rostros de la calle? La humanidad es una enfermedad, un defecto en nuestra extraña evolución, tan absurda que solo tiene cierto sentido si la contagiamos a los demás. Yo, sinceramente, entro en cuarentena, aislando mi mediocridad para que no infecte la vida de nadie.